La campaña de Iberia, sin mencionar a España juega con la identificación del fútbol con la nación a la que representa. |
Una nación es,
entre otras cosas, una comunidad política imaginada. Todos sus habitantes se
figuran formando parte de un territorio con unas fronteras, una cultura y una
tradición comunes. Lo dijo Benedict Anderson. Cualquier recurso que consiga a
visualizar esa comunidad, sacarla del mundo de las ideas y ponerla en la calle
contribuye a crearla.
Las costuras con las que se ha construido
España, como nación y como patria, son hilvanes que se descosen por varios
territorios y, en el resto, pasan por fases expansivas o depresivas que
perjudican a la idea común. Por eso, si hay algo capaz de darle cuerpo mortal a
esa patria, se promociona y se ensalza como un artículo de primera necesidad.
Una prioridad nacional. El fútbol, por ejemplo.
En el año 2008
la selección española cambió una larga historia que daba para poco presumir y,
hasta la fecha, se convirtió en la mejor del mundo. Justo en el momento en que
empezaban años terribles en los que la alianza de la crisis económica e
institucional debilitaban a la nación vieja, el fútbol ofrecía alternativas,
refugio para los desahuciados, cambio para los bonos basura. Una patria
alternativa en la que no sufrir pobreza energética ni movilidad exterior, donde
ser superpotencia.
Un Estado-nación
sustituido por un equipo-nación. El lugar donde van a confluir todas las
identidades simbólicas nacionalistas y que, en España, se presenta más unido
para el caso del fútbol que para el de la patria tradicional. Se hace realidad,
al menos, cada dos años. Si hay victoria, claro.
Pero el fútbol
es, ante todo, una realidad paralela. Como patria es un personaje televisivo
llamado “La roja” que bebe de los códigos del resto de personajes que pueblan
hoy día ese medio. Un lugar donde Belén Esteban es una escritora de éxito,
Cecilia Giménez, la restauradora del Ecce Homo de Borja, una gran pintora,
Paquirrín un cantante de mérito, y Jorge Javier Vázquez el ganador de un Premio
Ondas.
Cada cuatro años
esa realidad alcanza su mejor expresión en el Mundial de fútbol que, como
competición deportiva de mayor seguimiento planetario, es el padre de todos los
reality shows que en televisión han
sido. Todavía hoy, en Brasil 2014, sigue demostrando que responde a sus códigos
y está hecho según sus protocolos más tópicos: encierro y aislamiento de los
protagonistas que pasan a tener su vida televisada durante un mes; eliminación
progresiva de los nominados; participación del público, en este caso matizada
por la FIFA pues, como en todo reality que se precie, hay guión (que se
lo pregunten a Croacia).
Normalmente las selecciones llegan
al Mundial con el espíritu del buen concursante de reality: por si se perdiera, no conviene
decir de forma directa que se viene a ganar sino a conocer gente y a ser uno
mismo. La copa no se mira, no se toca.
De estas tres
posibilidades (ganar, ser uno mismo y conocer gente) a la selección española
casi siempre le había tocado la tercera. Se iba con las manos llenas de amigos y
nada más. Incluso ser ella misma, antes de la invención del tiqui-taca, le
costaba dios y ayuda. Ni ella misma sabía lo que era. A qué estaba
jugando.
Desde la triple
corona el mundo es otro. Lleno de banderas rojigualdas, de héroes recibidos por
las calles y en palacio y de acontecimientos aprovechados astutamente para usar
a la patria del fútbol como cemento del Estado-nación, que vive horas de una
confusa mudanza donde nadie sabe a qué dirección enviar los
muebles.
Pero se transita
por el filo de una navaja barbera. La patria del fútbol sólo sirve mientras hay
victoria. Y a eso se apuesta en cada campeonato. Así empezó todo en éste de
Brasil, en retransmisiones que se recrearon lustrando laureles, evocando
glorias, repitiendo el gol de Iniesta en el Mundial 2010, “momento histórico”
para los comentaristas. Iberdola les daba buena energía, luego Guillette alma de
acero y Cruz Campo todos los corazones posibles.
En vano. Holanda
fregó el suelo con nuestros campeones en el primer partido del Mundial. A lo
peor, La roja tiene que abandonar la casa del Gran Hermano brasileño antes de
tiempo para ser escarnecida en triste periplo por esos inmisericordes platós,
llenos de tertulianos bocazas dispuestos a decir cualquier bajeza a tanto el
insulto.
Cuidado, que la
única patria indiscutible ha sido nominada. De momento, tendrá que mudarse a la
isla de Supervivientes.